La exmandataria brasileña reconoció el trabajo de la administración actual e incluso habló del golpe de Estado que sufrió, en el marco de la conmemoración de la fundación de México-Tenochtitlan, hace siete siglos.
López Obrador celebra la historia de la gran urbe azteca, conectando el “poderío” mexica con la “esperanza” de su Gobierno. Ninguno de los especialistas que trabajan en las excavaciones del Templo Mayor ha acudido al acto
La representación de los pueblos nahua ha recaído en siete hombres y mujeres, símbolos a su vez de las siete tribus que poblaron el sistema de lagos del valle de México, asentamientos que dieron origen a las principales ciudades del imperio, entre ellas -sobre ellas- Tenochtitlan. La ceremonia ha iniciado con y López Obrador escuchando a María Magdalena Huerta, presidenta del Comisariado Ejidal de Santiago Zapotitlán, de la alcaldía Tláhuac. Huerta ha entregado un bastón con cintas al presidente. Ella y sus compañeros han llegado ataviados para la ocasión, pareciendo tan originarios como las ruinas de la capital azteca. Preguntada al respecto, una vocera de presidencia no ha sabido decir quiénes eran o de donde venían.
Así ha iniciado la ceremonia por la conmemoración de 700 años de historia de la ciudad, fecha controvertida por la insistencia de los políticos en hacer coincidir efemérides: 200 años de independencia de México, 500 años de la caída de la ciudad lacustre durante la conquista y 700 años de su fundación. Ninguno de los arqueólogos, restauradores y antropólogos que trabajan en las excavaciones del Templo Mayor ha acudido al evento, molestos por el golpe cultural. Pocas voces autorizadas asumen 1321 como fecha de fundación de la ciudad, anacronismo inaceptable.
Las ausencias han parecido importar bien poco. Subido al tren de su propia historia, el Gobierno de la Cuarta Transformación ha dirigido el evento de acuerdo a sus propios parámetros. No importaba tanto el fondo como la forma. Y ahí, en la forma, lejos de toda improvisación, se han manejado bien. El presidente ha tomado el bastón de mando y se ha sentado, envuelto en su collar de flores, colocado ahí por los supuestos representantes de los pueblos nahua.
Sentado junto a su esposa, la escritora Beatriz Gutiérrez Müller, López Obrador ha escuchado los discursos de Sheinbaum y Rousseff antes de hablar. La mañana era húmeda y nublada, huella de la lluvia de la noche del miércoles, una de las primeras de la temporada. A espaldas de la catedral, la ceremonia distaba apenas unos metros de la Casa de las Águilas del Templo Mayor, edificio de enorme simbolismo para la nobleza mexica, que hace unos días sufrió el embate de una tormenta de granizo. El vetusto techo que lo cubría cayó bajo el peso del hielo. Los murales y bajorrelieves se salvaron por poco.
Molesta a los arqueólogos el programa de festejos conmemorativos de Ciudad de México, porque entienden que responde a lógicas políticas y no educativas. Molesta también porque existe un enfado previo, más profundo, que apunta a la falta de dinero e inversión para la conservación de monumentos y el avance de excavaciones e investigaciones, muchas paradas por la pandemia. La caída del techo de la Casa de las Águilas, con casi 40 años de antigüedad, ilustra la delgadez del presupuesto. El año pasado, decenas de trabajadores del Instituto Nacional de Antropología protestaron ante el amago del Gobierno de recortar los fondos del instituto.
En su discurso, López Obrador ha evitado toda concreción, consciente de la polémica por las fechas. “Se sabe que entre 1321 y 1325 un grupo de indígenas procedentes del norte se asentaron en este sitio para conseguir su sustento y desarrollar sus creencias”, ha dicho el mandatario. Así lo ha hecho también Sheinbaum: “Este año tomamos la decisión de celebrar a los mexicas, al origen y la resistencia”; o el único historiador presente, Enrique Semo, de 90 años, que apenas hace tres escribió su primera obra dedicada a la conquista: “Venimos a conmemorar más de 700 años de cultura indígena”.
López Obrador ha dibujado uno de sus habituales arcos históricos, algo extenso esta vez: en apenas media hora ha transitado más de siete siglos. “Se ha querido calificar a los aztecas de bárbaros y sanguinarios. Se ha dicho que Moctezuma era un déspota o que la religión de los tenochcas tenía como fundamento la crueldad. Pero cada civilización tiene sus propias creencias, cada poder genera su propio sistema represivo y sería inútil prolongar aquí esa discusión. Notemos simplemente que nada de eso resta trascendencia a la civilización vencida ni justifica la furia destructora de los vencedores”, ha dicho el mandatario, que luego ha repasado la colonia, la independencia, el priismo de primera época y el periodo neoliberal, némesis preferida de su animalario.
A veces parece que López Obrador se piensa en términos históricos, como si su vida política habitara ya en los libros de texto y él la viera delante, a su alcance, como uno de los murales que Diego Rivera pintó en Palacio Nacional, recurso habitual en sus alocuciones. Así, sus exposiciones abordan temporalidades más o menos largas, que suelen acabar en la triunfante Cuarta Transformación, eco de viejos esplendores. Los finales se parecen porque apuntan al presente. Y este jueves, el presente era sinónimo de esperanza, reflejo del viejo “poderío” mexica. “Nuestro objetivo ha sido encender la llama de la esperanza”, ha dicho el mandatario.
La ceremonia ha concluido cerca de mediodía. Luego, el presidente y los demás han visitado el Museo del Templo Mayor. En la despedida, un grupo de jóvenes ha cantado el himno de México en náhuatl, último símbolo del día. En la tribuna, Gutiérrez Müller, que ha dedicado parte de su obra a Hernán Cortés y la conquista, murmuraba la letra. El realizador de televisión la ha enfocado en primer plano, quizá con la duda del lenguaje que empleaba en sus susurros. No ha quedado muy claro si al final de la segunda estrofa ha dicho “un soldado en cada hijo te dio” o su traducción en la lengua del viejo imperio.
Fuente: Aristeguinoticias