TEMPLO MAYOR, CIUDAD DE MÉXICO, 13 de mayo de 2021
Amigas amigos, representantes de los pueblos indígenas del Valle de México y de nuestro país.
Dilma Rousseff, expresidenta del pueblo hermano de Brasil,
Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Arturo Zaldívar,
Claudia Sheinbaum, jefa de Gobierno de la Ciudad de México,
Amigas y amigos todos, invitados, autoridades civiles y militares:
La fundación de la Ciudad de México hace 700 años fue el inicio de una etapa nueva y fecunda en la historia de nuestro país.
Se sabe que, entre 1321 y 1325, un grupo de indígenas procedentes del norte se asentaron en este sitio para conseguir su sustento y desarrollar sus creencias, conocimientos y cultura.
Visto a la distancia, resulta admirable el que esta frágil tribu chichimeca haya erigido en apenas 200 años un poderoso estado, una cultura sobresaliente, y una potencia que dominó toda el área de Mesoamérica. Pocos pueblos en el mundo logran una hazaña semejante.
El éxito de sus actividades productivas y el avance científico permitió a los mexicas afianzar el poderío bélico. Pero no todo fue guerra y sometimiento de pueblos conquistados: hay evidencias de que los mexicas alcanzaron un importante refinamiento en astronomía, en hidráulica, agricultura, comercio y manufacturas. Así puede constatarse en la diversidad de alimentos y otras mercancías representadas en el mural de Diego Rivera que pintó en Palacio Nacional, que evoca el mercado de Tlatelolco.
Independientemente de sus métodos de dominación, el poderío de los aztecas se extendió desde el norte de Mesoamérica hasta el sur de Guatemala, y a la llegada de los europeos se encontraba en plena expansión.
Baste un dato contundente, en la actualidad, de los 2 mil 469 municipios de México, el 48 por ciento tienen nombre náhuatl; esto no significa que esta cultura haya desaparecido a las muchas otras que habitaban y siguen vivas en el actual territorio nacional; sino que los mexicas mantuvieron un poder político que dominaba centralmente a otras culturas e imponía hasta los nombres de los pueblos. Con solo esta evidencia podríamos imaginar lo poderoso que llegaron a ser los antiguos fundadores de Tenochtitlan.
Se ha querido justificar la barbarie de la conquista española calificando a los aztecas de bárbaros y sanguinarios. Se ha dicho que Moctezuma era un déspota o que la religión de los tenochcas tenía como fundamento la crueldad. Pero cada civilización tiene sus propias creencias, cada poder crea su propio sistema represivo y sería inútil prolongar aquí esa discusión.
Anotemos, simplemente, que nada de eso resta trascendencia a la civilización vencida ni justifica la furia destructora de los vencedores.
Antes de la llegada de los españoles, Tenochtitlan era una ciudad grandiosa, como lo expresaron con profunda admiración los propios invasores, mediante la pluma del soldado historiador, Bernal Díaz del Castillo, y la del mismo Hernán Cortés, jefe del ejército conquistador.
Ya lo mencionó la jefa de Gobierno, pero lo repito. Recordando lo que narró Bernal:
“Llegamos a la calzada ancha y vamos camino de Estapalapa. Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calzada tan derecha y por nivel como iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres… y edificios que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto, y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entresueños…”.
Cortés, en la segunda carta al rey de España le informa que “…hay muy grandes ciudades y de maravillosos edificios y de grandes tratos y riquezas, entre las cuales hay una más maravillosa y rica que todas, llamada Tenustitlan, que está, por maravilloso arte, edificada sobre una grande laguna…”
Después de casi tres meses de un cerco implacable y una resistencia tan heroica como infructífera, los invasores europeos entraron triunfantes a la capital de los aztecas e iniciaron de inmediato la destrucción física de la urbe. Los templos y palacios fueron demolidos y sus piedras utilizadas en la erección de iglesias, muchas de ellas edificadas sobre los cimientos de las pirámides tenochcas, y residencias o casas para los conquistadores. De esa manera dolorosa, Tenochtitlan empezó a convertirse en la Ciudad de México, que fue desde sus inicios capital de un imperio mucho más vasto al que reemplazó la Nueva España.
El poderío español se mantuvo por tres siglos. Este largo periodo colonial trajo consigo esclavitud y explotación, pero también progreso. En esos trescientos años, la población indígena, de por sí diezmada por la invasión, se redujo considerablemente por los terribles efectos de las epidemias, pero también por “la esclavitud, el maltrato, las hambrunas, el consecuente debilitamiento físico, así como el desgano vital” como lo apuntó en uno de sus recientes libros que se llama “La Conquista”, el historiador aquí presente, Enrique Semo.
En tres siglos, aunque la nota principal fue el inmovilismo impuesto por el sometimiento colonial, no dejaron de ocurrir cosas notables en esta gran Ciudad de México. Apenas 32 años después de la Conquista, en 1553, el gobierno virreinal creó la Universidad de la Nueva España; Don José Iturriaga decía con orgullo que todavía pastaban los búfalos en lo que hoy es Nueva York cuando la Ciudad de México ya tenía una universidad.
En tres siglos del periodo colonial los virreyes dominaban a sus anchas y con un despotismo sin límites; solo los monarcas españoles habrían podido moderarlos, pero ninguno de ellos visitó nunca la Nueva España; se contentaban con recibir los enormes recursos fruto de la explotación humana y del saqueo del territorio novohispano. El único contrapeso de los virreyes eran los jerarcas católicos, quienes ejercían un importante poder. En ese entonces, el poder de los jerarcas católicos consistía fundamentalmente en la excomunión, por ese motivo, a veces la confrontación cuando se condenaba a la excomunión al virrey, había confrontaciones autoridades políticas y las religiosas, se tornaba ríspida y llegaba el abierto enfrentamiento acompañados de insurrecciones populares contra los virreyes, en 1624 hubo un enfrentamiento entre el virrey y el arzobispo que terminó con la toma del Palacio Nacional, el Palacio Virreinal en ese entonces, muchos muertos y es una de las veces en que se ha quemado el Palacio; luego sucedió algo parecido, pero fue una rebelión del pueblo por crisis de escasez de maíz en 1692, también se tomó el Palacio Nacional, el Palacio Virreinal y fue quemado y también se quemó en ese entonces el antiguo Ayuntamiento y los puesto del mercado del Parián.
La primera catedral que está aquí muy cerca, empezó a construirse desde 1572 y se concluyó hasta 1675, un siglo después. Pero con la llegada de Manuel Tolsá de España, renombrado escultor y arquitecto, se inició una nueva edificación que dejó de lado el barroco mexicano y le imprimió a esta obra y al Palacio de Minería un estilo neoclásico.
Lo que permanecía inamovible era el desprecio por los pobres y, en eso no hubo ningún cambio en los tres siglos de dominación colonial, en especial el desprecio por los indígenas. Las leyes que se expidieron para protegerlos siempre fueron letra muerta, “una quimera inoperante”. En realidad, se les consideraba bestias de carga y seres desvalidos a los que se podía humillar, encarcelar, golpear y robar impunemente”.
Casi al inicio del siglo XIX, el obispo de Michoacán, Fray Antonio de San Miguel sostenía que los males de la desigualdad se presentaban en todas partes, pero en América, decía, “son aún más espantosos porque no hay estado intermedio; se es rico o miserable, noble o infame de derecho y de hecho”; por la misma época, el Barón de Humbolt comentaba que México era “el país de la desigualdad”. Acaso, aseguraba, “en ninguna parte era más inequitativa la distribución de fortunas, civilización, cultivo de la tierra y población”. Y en la Ciudad de México, desde que se tomó esta ciudad, los barrios lodosos y polvorientos fueron asignados a los vencidos por el orden virreinal. Expropiados de su capital, se les condenó a los antiguos pobladores de Tenochtitlan a vivir en los márgenes de la urbe.
Por eso no es de extrañar que el movimiento de Independencia de México no solo buscara la separación de España, sino también y, sobre todo, justicia para el pueblo más pobre y humillado del país.
Los curas Miguel Hidalgo y José María Morelos, padres de nuestra patria, proclamaron la abolición de la esclavitud, lucharon por la igualdad y por esa causa fueron acusados de demagogos, fusilados, decapitados y humillados.
Desgraciadamente, después de la Independencia política, México siguió siendo un país con esclavitud y profundas desigualdades. En el siglo XIX el trato a los de abajo siguió siendo el mismo que durante la conquista y la colonia; se mantuvieron el racismo y la opresión. Muchas mentes cavernarias de las clases dominantes pedían, para resolver el llamado “problema del indio”, un completo exterminio; los liberales, más inteligentes, proponían que se “civilizara” a los indígenas, lo que no solo les negaba una civilización propia, sino que equivalía a promover la extinción de sus culturas.
Exceptuando el glorioso periodo de la Reforma y la reafirmación de nuestra República, encabezado por Juárez y los liberales, casi nada cambió, en el primer siglo de vida independiente, nada cambió en beneficio del pueblo. El siglo XIX se caracterizó tanto por la inestabilidad política como por el predominio de funestas dictaduras.
Antonio López de Santa Anna fue once veces presidente de México y Porfirio Díaz dominó durante 34 años.
En ese lapso, dominado por los enfrentamientos entre liberales y conservadores, padecimos además invasiones extranjeras, varias. Recordemos solo una, muy lamentable, en 1848, cuando se registró el gran zarpazo con el que Estados Unidos nos arrebató más de la mitad de nuestro territorio.
Por cierto, en esta ciudad los estadounidenses no fueron bien recibidos ni siquiera por los adinerados de la época; en cambio, cuando el ejército francés entró triunfante a la capital, los pudientes lo celebraron. Contrasta con esa actitud deleznable el comportamiento cívico, patriota y democrático de los capitalinos ante el regreso triunfal de Juárez, en junio de 1867, y posteriormente, el recibimiento multitudinario a Francisco I. Madero, luego de la partida al exilio del dictador Porfirio Díaz en 1911.
Durante el porfiriato, la Ciudad de México se embelleció, fueron suntuosas las fiestas de la clase dominante y las inauguraciones para conmemorar el centenario del inicio de la lucha de independencia nacional.
En el porfiriato fueron demolidos edificios, se utilizó la picota, se echaron abajo bellos templos coloniales, pero también se construyeron sitios emblemáticos, como el Hemiciclo a Juárez y el Ángel de la Independencia, y se inició la construcción del Palacio de Bellas Artes y otros importantes edificios públicos.
La Revolución Mexicana no solo significó un solemne acto de justicia –la primera Revolución social en el mundo– sino que hizo surgir la creatividad a caudales: los murales de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco; la obra plástica de Frida Kahlo, María Izquierdo, José Chávez Morado y otros grandes de la llamada “Escuela Mexicana”.
Entre 1935 y 1980, a pesar de las inercias autoritarias, los habitantes del Distrito Federal vivieron con optimismo y esperanza. Aquí florecieron la nueva clase media, las industrias más avanzadas y las mejores instituciones de educación superior del país. La ciudad era una inmensa fábrica de sueños, y esos sueños se reflejaron en el apogeo del cine, el teatro y otras actividades culturales. La ciudad creció en medio del espejismo de la modernidad. Desde todos los rincones de México y del mundo, millones hemos llegado y nos hemos arraigado en esta ciudad hospitalaria y generosa.
No faltaron los problemas ni la desigualdad, o la pobreza que retrató Luis Buñuel en su película “Los olvidados” de 1950, pero existía movilidad social, una más equitativa redistribución de la riqueza y la esperanza de un futuro mejor.
Desde 1980, comenzó una época aciaga. Se desvaneció el optimismo y aparecieron la decepción y la desconfianza. Se multiplicaron, entonces, grandes y graves problemas: la corrupción, crisis económica, sobrepoblación, desempleo, pobreza, inseguridad, descomposición social, deterioro del medio ambiente y de los servicios básicos.
Durante las dos últimas décadas del siglo anterior, todos los índices de criminalidad se dispararon, al igual que delitos de cuello blanco, como las defraudaciones bancarias, el lavado de dinero o el desvío, el robo de fondos públicos. Y qué decir del periodo neoliberal, de 1983 a 2018, ha sido el periodo de mayor corrupción y saqueo en toda la historia de México.
En tales circunstancias, toda una generación ha crecido en el caos, la incertidumbre y el desamparo. Por eso la mayoría de los jóvenes no percibía a la ciudad con optimismo sino como una amenaza y un obstáculo a su desarrollo futuro. A los jóvenes, en vez de atenderlos, se les dio la espalda y se les discriminó llamándolos ninis, que ni estudian ni trabajan, sin dar ninguna oportunidad, sin darles ninguna alternativa.
Nuestro objetivo, por eso, ha sido encender de nuevo la llama de la esperanza que es fe en la viabilidad del país y de su capital y en un futuro personal digno y mejor para todas y todos.
A eso hemos convocado en la actual etapa de la Cuarta Transformación: a construir, entre todos y todas, la esperanza, para darle a cada niño, a cada joven, a cada anciano, a cada mujer y a cada hombre, nuevas, importantes y poderosas razones para vivir, para soñar y para triunfar en esta ciudad generosa y fraterna.
Para lograr este propósito existen condiciones inmejorables. Hay una voluntad colectiva a favor del cambio: la gente demanda participar en la construcción de una nueva legalidad, de una nueva convivencia, de una nueva República.
Los habitantes de la capital poseen una sólida tradición de lucha por la democracia, la justicia y la solidaridad. Contamos con enormes potencialidades: los más altos niveles de escolaridad del país y los principales centros culturales, turísticos, financieros y administrativos de México. Aquí, en la ciudad, se produce el 23 por ciento de toda la riqueza que se genera en el país. De modo que hay una inmensa reserva de energía que está siendo desatada y encauzada con el propósito de convertir a la ciudad en un espacio para el bienestar y el disfrute de la vida.
Y aquí, en la ciudad, en la capital de la República, en la que los aztecas llamaban el ombligo de la luna, gobierna una mujer excepcional: trabajadora, honesta, inteligente y de profundas convicciones humanitarias; me refiero a la compañera, Claudia Sheinbaum.
No podría dejar de decir que en la lamentable desgracia del metro de Tláhuac seguirá habiendo atención y apoyo para los familiares de las víctimas y, desde luego, el compromiso de conocer la verdad y de hacer justicia.
En esta ciudad, donde parece que cada quien se dedica a lo suyo y en la que en apariencia predomina el individualismo, la gente es generosa, fraterna y unida cada vez que se requiere hacer frente a una desgracia. La solidaridad que he constatado en la Ciudad de México ante situaciones de desastre solo es comparable a la que se expresa en momentos difíciles, de adversidad, en las comunidades indígenas de México.
En fin, hablar de la ciudad es algo interminable. Y ofrezco disculpas por alargarme en mi exposición. Voy también a repetir lo que el maestro Semo subrayó, lo que dejaron escrito los mexicas en los Memoriales de Culhuacán: “mientras exista el mundo no acabará la gloria ni la fama de Meshico Tenochtitlan”.
Señora Dilma Rousseff:
Aquí en el Templo Mayor de Tenochtitlan, en este sitio que simboliza la grandeza cultural de México, además de agradecerle por acompañarnos a esta conmemoración, queremos decirle a usted, a sus compañeros y compañeras, y al pueblo hermano de Brasil, que pueden contar con nosotros. Lo expresó yo y estoy seguro que lo dirían, lo gritarían con pasión, millones de hombres y mujeres de México.
¡Que viva el pueblo de Brasil!
¡Que viva el pueblo de Tenochtitlán!
¡Viva México!