MÉXICO, 20 de noviembre de 2021
Autoridades civiles y militares;
Invitados especiales de México y del extranjero;
Amigas y amigos:
Como sabemos, las tres grandes transformaciones registradas en la historia patria: la Independencia, la Reforma y la Revolución, lograron avances esenciales, muy importantes.
El movimiento de Independencia, aunque comenzó con el noble propósito de la defensa de los pobres y de la abolición de la esclavitud, su fruto principal fue la creación de nuestra nación soberana. El movimiento de Reforma, aunque tampoco concretó nada en beneficio del pueblo raso, hizo el milagro de separar antes que en otros países el poder clerical del poder civil; convirtiendo en realidad la frase bíblica de “al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios”. Consumó, además, el movimiento de Reforma, la hazaña de enfrentar y derrotar al ejército francés, el más poderoso del mundo en esos tiempos, para lograr la segunda Independencia de México.
Pero la Revolución de 1910 es la transformación más popular y profunda que se haya registrado en nuestro país. Tengamos en cuenta que, desde la Independencia y durante todo el siglo XIX, la estructura de dominación colonial permaneció prácticamente inalterable; los pobres siguieron siendo, en su inmensa mayoría, peones acasillados en haciendas rurales o mozos en las ciudades; la justicia social no existía ni en el discurso; tampoco la mayoría de la población participaba en política, actividad reservada a las élites liberales o conservadoras.
Recuérdese que, en más de medio siglo, el poder lo detentaron dos hombres fuertes o tiranos: Antonio López de Santa Anna que fue once veces presidente de México y Porfirio Díaz, quien gobernó, mandó por 34 años.
Este último personaje se empeñó en hacer progresar al país mediante el restablecimiento de la esclavitud y con la supresión de las libertades políticas.
El auge del henequén en Yucatán, el de la caña de azúcar en Morelos; el de la industria textil en Veracruz, Puebla y Tlaxcala, o el de la minería en Durango, Chihuahua, Sonora o Baja California Sur, por solo poner algunos ejemplos, se logró mediante el despojo de tierras a comunidades indígenas y con el sistema de enganche que esclavizaba de por vida a los trabajadores y a sus familias.
En el porfiriato, la esclavitud se llegó a ver como un mal necesario. El periódico El Universal, de aquella época, predominante en los años 90 del siglo XIX, sostenía sin recato alguno que “la esclavitud era una forma de progreso económico, aunque pareciera una blasfemia a la metafísica”; y ponía el ejemplo de Yucatán donde “el progreso del henequén se debía a la esclavitud de los mayas”.
Otro ejemplo del desinterés del régimen por el pueblo, lo encontramos en 1892 cuando los dirigentes de la Confederación Obrera de las Fabricas del Valle de México envían un escrito a Porfirio Díaz, por demás realista, doloroso, conmovedor, en el que le piden su intervención para que garantice el derecho al trabajo y a mejores condiciones laborales.
En su argumentación le expresan: “El obrero de México, señor presidente, en vano consagra su vida entera al trabajo… el obrero tiene en el presente una existencia angustiosa para procurar un mezquino alimento a su familia, y en el porvenir solo espera una vejez impotente, amargada por la miseria y afligida por enfermedades. Le dicen: Nosotros no conocemos el ahorro, ese aliciente para el futuro, que aseguraría el pan y la educación para nuestros hijos, y para nosotros algún descanso cuando se extinguiera nuestra fuerza física o cuando una mutilación, tan frecuente…, nos impidiera trabajar.”
La respuesta corrió a cargo del entonces secretario de Hacienda, Matías Romero, en la cual se describe con claridad el pensamiento dominante y el carácter clasista de ese régimen. El funcionario sostiene, cito textualmente: “No hay texto legal que autorice al gobierno a decretar salarios, ni precios, ni horas de trabajo”. Y remata: tampoco el gobierno podría “contraer la obligación de suministrar trabajo al obrero… el trabajo está sometido por un ineludible fenómeno natural a la ley de la oferta y la demanda”. En realidad, demagogia aparte, el gobierno incumplía su responsabilidad social porque estaba convertido en un simple comité al servicio de una minoría, al servicio de potentados.
Ante esta realidad de opresión y falta de libertades, el candidato presidencial opositor al régimen, Francisco I. Madero, da a conocer en octubre de 1910, el Plan de San Luis Potosí, en el que desde Laredo, Texas, convoca al pueblo a tomar las armas para derrocar a la dictadura.
En el plan se decía de manera clara, breve y contundente, cito: “México está gobernado por una tiranía que ha pretendido justificarse a sí misma con los beneficios de la paz y de la prosperidad material; pero esa paz no descansa en el derecho, sino en la fuerza, y esa prosperidad solo beneficia a una minoría, no al pueblo ni a la nación.
En consecuencia, solo quedaba el recurso de “arrojar del poder a los… usurpadores”, por lo que se designaba “… el domingo 20 de noviembre para que a las seis de la tarde en adelante, todas las poblaciones de la República se levanten en armas”.
La noticia corrió como pólvora. El 14 de febrero de 1911, Madero entra al país por Chihuahua; se pone al frente de los revolucionarios y luego de fracasar en Casas Grandes, monta el cerco para la toma de Ciudad Juárez, con el apoyo militar de Pascual Orozco y de Francisco Villa. Estos acontecimientos causaron gran impacto en la opinión pública y la revolución maderista cundió por todo el país. Había grupos rebeldes por todas partes. En marzo se levantan en armas los campesinos de Morelos encabezados por Emiliano Zapata.
El historiador Alfonso Taracena relata que “toda la República [estaba] envuelta en el fuego de la Revolución. Los caciques de los pueblos y los amos y mayordomos de las haciendas [huían y se ponían] a salvo ante la furia de la peonada”.
El 10 de mayo de 1911, el general Juan N. Navarro, defensor de la plaza de Ciudad Juárez, se rinde ante los revolucionarios.
El 21 de mayo en la noche frente a la aduana de esa histórica ciudad, se firmó el convenio de paz que incluía el compromiso de renuncia de Porfirio Díaz; el nombramiento de Francisco León de la Barra, secretario de Relaciones Exteriores, como presidente interino; la expedición de la convocatoria a elecciones generales en los términos previstos en la Constitución; el cese de hostilidades y el acuerdo de que las tropas revolucionarias serían “licenciadas a medida que en cada estado se [fueran] dando los pasos necesarios para restablecer y garantizar la paz y el orden público”.
El 25 de mayo Porfirio Díaz renunció a la presidencia que había ocupado durante tres décadas. El viejo dictador, ya en calidad de expresidente, salió de la Ciudad de México en la noche rumbo al puerto de Veracruz; la escolta que custodió el tren estaba al mando de Victoriano Huerta, y el día 27 embarcó en el vapor Ipiranga rumbo a Europa.
Mientras tanto, Madero viajaba de Ciudad Juárez a la capital y en todo el trayecto era aclamado por el pueblo, mas no tanto como el primero de junio de 1911, cuando hizo su entrada triunfal aquí en la Ciudad de México, donde lo esperaban alrededor de 100 mil personas. La recepción fue espléndida, muy parecida a la que se le tributó al presidente Juárez el 15 de julio de 1867, una vez consumada la victoria de la República sobre el Imperio y del liberalismo sobre la reacción conservadora. Dos memorables momentos de la historia de México.
La revolución maderista fue verdaderamente eficaz. En solo seis meses, a partir del 20 de noviembre de 1910, cuando se llamó al pueblo a tomar las armas, se consumó el derrocamiento de Porfirio Díaz. Hubo pérdida de vidas humanas, “catorce mil hombres muertos en el campo de la revolución”, según estimó Luis Cabrera, en septiembre de 1912. Pero este saldo, por siempre lamentable, resultaría menor al que se registró en las etapas posteriores de mayor violencia.
La libertad se había conquistado sin muchos problemas. Los daños a las actividades productivas fueron mínimos, y se respetaron la vida y los intereses de los extranjeros, no hubo fuga de capitales ni se debilitó la Hacienda pública. Un mes después de la entrada de Francisco I. Madero a la Ciudad de México, se informa que “el corte de caja practicado en la Tesorería General arrojaba una existencia de $63 070 000.00 (sesenta y tres millones setenta mil pesos)…”.
Sin embargo, el trabajo para desmontar al viejo régimen y cumplir con las demandas de democracia y justicia estaba aún por comenzar. Por su proceder limpio y transparente como ser humano y hombre público, Madero ya ha sido juzgado por el tribunal de la historia y está colocado en el lugar que le corresponde entre los grandes héroes de México. Desde la campaña electoral, su principal ofrecimiento al pueblo de México fue hacer efectivo el derecho a la libertad, y en eso cumplió con creces.
Como dirigente y mandatario siempre luchó por alcanzar ese ideal que, según sus convicciones, traería aparejada la prosperidad y la paz. Es cierto, cometió errores y no supo entender y enfrentar el problema agrario, pero más allá de sus fallas, se adelantó como nadie a su época, fue un visionario genial, un idealista extraordinario, víctima del atraso cívico del país y de la enorme dificultad que entrañaba derrumbar a un régimen pervertido como el de Porfirio Díaz para construir una República verdaderamente democrática.
Con los asesinatos de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez inicia la etapa más violenta de la Revolución Mexicana. La cruenta lucha armada ensangrentó al país. Según cálculos de don Jesús Silva Herzog, de 1913 a 1917, mueren “por la guerra, el hambre y la epidemia de tifo alrededor de un millón de mexicanos”.
Pero aun con el pesar de este doloroso sacrificio, no se puede sostener que la lucha revolucionaria haya sido en vano, como a veces sostienen los conservadores de manera insensata; tampoco se puede decir que al final resultó más de lo mismo. Es indudable que la lucha del pueblo por su emancipación, acompañada por las sinceras convicciones de sus dirigentes dio lugar a conquistas sociales muy importantes que marcaron con claridad la diferencia entre el Porfiriato y el periodo postrevolucionario.
Por el sacrificio de los mexicanos que participaron en esa gesta, que hoy conmemoramos, no por concesión gratuita, se creó un nuevo orden social con mayor movilidad y justicia. Es decir, de ningún modo fue infructuosa la lucha contra la dictadura. Gracias a ese movimiento popular, en la Constitución de 1917, se reconocieron las principales demandas de nuestro pueblo: el derecho de los campesinos a la tierra; el salario mínimo, la jornada de ocho horas, la organización sindical, la seguridad social, el derecho a la educación y a pesar de fuertes presiones de las compañías y gobiernos extranjeros, se logró recuperar el dominio de la nación sobre las riquezas naturales, en particular se logró rescatar el petróleo.
Hoy puede decirse que en estos aspectos en la procuración de justicia social y en hacer valer la soberanía, todos los presidentes de la época inmediata a la Revolución, hicieron su parte.
Sin embargo, en el terreno de la democracia, con excepción de Madero, prácticamente nada aportaron los gobernantes revolucionarios. En este aspecto, aunque se logró derrocar la dictadura de Díaz y su engendro huertista, el pueblo permaneció al margen de la toma de decisiones y el poder –como en el porfiriato– se siguió concentrando y ejerciendo en beneficio de una élite. El grupo político surgido de la Revolución no tenía realmente vocación democrática.
Por eso son interesantes y fecundos los tiempos que vivimos: la Cuarta Transformación que estamos llevando a cabo, desde abajo y entre todos, no solo está haciendo realidad el sueño de justicia de nuestro pueblo, sino también el ideal democrático con el que nació la revolución maderista de 1910.
Ahora no se impone nada, se manda obedeciendo, se respeta la Constitución, hay legalidad y democracia, se garantizan las libertades y el derecho a disentir; hay transparencia plena y derecho a la información, no se censura a nadie; no se violan los derechos humanos, el gobierno no reprime al pueblo y no se organizan fraudes electorales desde el poder federal; el poder público ya no representa, como antes, a una minoría, sino a todos los mexicanos de todas las clases, culturas y creencias; el gobierno actúa con austeridad y se tiene autoridad moral, no se tolera la corrupción ni se permite la impunidad; en la práctica, no hay fueros ni privilegios; se protege la naturaleza; se auspicia la igualdad de género; se repudia la discriminación, el racismo y el clasismo; y se fortalecen valores morales, culturales y espirituales, y se cuida y se promueve –como lo estamos haciendo el día de hoy– el patrimonio cultural e histórico de México.
La infamia cometida contra Madero nos ha enseñado que, para un poder público dispuesto a transformar, no hay mejor aliado que el propio pueblo.
Nada bueno, lo digo de manera respetuosa en términos políticos, nada bueno se puede esperar de políticos corruptos, de la prensa que se vende o se alquila, de intelectuales convenencieros y de potentados dominados por la codicia. La clave está en la frase del presidente Juárez: “con el pueblo todo, sin el pueblo nada”. En nuestro caso, si no estuviéramos respaldados por la mayoría de los mexicanos, y en especial por los pobres, los conservadores ya nos habrían derrotado o habríamos tenido que rectificar y someternos a sus caprichos e intereses para convertirnos en floreros o en títeres de los que se habían acostumbrado a robar y a detentar el poder económico y el poder político en nuestro país. México no es de un grupo, de una minoría, México es de todos los mexicanos.
Sin el apoyo del pueblo tampoco habríamos resistido la intensa campaña en nuestra contra emprendida desde los medios informativos convencionales y las redes sociales, ni habríamos podido hacer frente a una guerra sucia tan intensa y estridente como la que padeció Francisco I. Madero, Apóstol de la Democracia.
Siempre dijimos –ese fue mi lema de campaña por la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México en el año 2000– “por el bien de todos, primero los pobres”. La expresión mencionada implica algo no menos importante: atender a los más pobres, es ir a la segura para contar con el apoyo de muchos cuando se busca transformar una realidad de opresión y alcanzar el ideal de vivir en una sociedad mejor, más justa, igualitaria y fraterna.
Además, hay algo que también heredamos de la Revolución que en estos tiempos está resultando esencial para la transformación del país. Me refiero a la contribución comprometida de las Fuerzas Armadas. A diferencia de otros ejércitos, el nuestro surgió –no lo olvidemos– surgió para oponerse al golpe de Estado que culminó en el asesinato del presidente Madero y del vicepresidente José María Pino Suárez; surgió el ejército actual para defender la legalidad y la democracia.
No olvidemos que el actual ejército nació al día siguiente de ser aprehendido el presidente Madero, aquí en Palacio Nacional, lo aprehendieron un 18 de febrero de 1913 y al día siguiente, 19 de febrero de 1913, nació nuestro ejército. Desde entonces, y por esa razón, por ese origen, los integrantes de las Fuerzas Armadas son leales a la Constitución y a las instituciones. No han pertenecido, ni van a pertenecer, estoy seguro, a la oligarquía; vienen de abajo y tienen como origen e identidad el México profundo; el soldado es pueblo uniformado y por eso nunca traicionará a su gente, nunca traicionará a la libertad, la justicia, la democracia, nunca traicionará el soldado mexicano a la patria.
¡Viva la Revolución Mexicana!
¡Vivan los hermanos Flores Magón!
¡Viva Emiliano Zapata!
¡Viva Francisco Villa!
¡Viva el general Felipe Ángeles!
¡Viva Francisco I. Madero!
¡Viva Venustiano Carranza!
¡Viva Francisco J. Múgica!
¡Viva el general Lázaro Cárdenas del Río!
¡Viva México!
¡Viva México!
¡Viva México!