Cinco minutos justos, precisos. Cinco minutos cronometrados. Eso es lo que tardó Julián, un madrileño de 37 años, en convertirse en pobre.
“Me gano la vida desde hace años dando clases particulares de inglés y de francés. Daba unas 35 horas de clases a la semana y, a 15 euros (US$16) la hora, me sacaba unos 2.000 euros (US$2.180) al mes”, explica Julián.
“Pero entonces llegó el coronavirus y el gobierno decretó el estado de alarma. Empezaron a llegarme mensajes y correos electrónicos de mis alumnos diciendo que cancelaban las clases. En cinco minutos, todos mis ingresos se habían esfumado”.
Julián aguantó los dos primeros meses con algunos ahorros que tenía. «Pero se me han acabado», nos cuenta.
Ahora, desde hace cinco días, viene cada mañana al comedor social Ave María, en pleno centro de Madrid, gestionado por la Real Congregación de Esclavos del Dulce Nombre de María.
Aquí le dan una bolsa con pan, una pieza de fruta, un yogur, un bocadillo, un envase con macarrones con tomate…
“Hago la fila y me dan la comida. No me preguntan quien soy, y por eso vengo aquí, porque no paso tanta vergüenza como la que tendría que pasar en otro sitio y porque además el lugar queda lejos de donde vivo”, dice parapetado tras una mascarilla y unas gafas de sol de cristales oscuros.
Hasta ahora, Natividad siempre había visto el hambre desde el otro lado.
Como voluntaria de la parroquia de San Juan de Dios -en el barrio de la UVA de Madrid, uno de los más castigados de la capital española por la pobreza y la marginación- ha repartido muchas veces comida a los necesitados.
Pero ahora, por primera vez, es ella la que hace la fila para que le den algo que llevarse a la boca para ella y Sara y David, sus dos hijos.
«Trabajaba limpiando casas. Y cuando comenzó el confinamiento, mis patronas me dijeron que dejara de ir. El primer mes, aunque no acudí, me pagaron. Pero el segundo ya no. Y en casa el único dinero que entra es el que yo gano, por eso estoy aquí», le explica al padre Gonzalo, el párroco de San Juan de Dios.
Y así, miles y miles de historias. Miles y miles de personas que de un día para otro se han visto abocadas a la penuria absoluta por culpa de un virus microscópico llamado SARS-CoV-2.
Fuerte crisis económica
La crisis económica desatada por la pandemia está causando estragos en España, donde más de 548.000 empleos se han volatilizado de la noche a la mañana. El número de personas sin trabajo ya asciende a 3,8 millones.
Y al menos cuatro millones se han visto afectados por regulaciones temporales de empleo, lo que significa que, a pesar de las ayudas decretadas por el gobierno de Pedro Sánchez, en muchos casos sus salarios se han visto reducidos en un 50-80%.
Por eso, las filas del hambre cada vez están más y más repletas.
«Está viniendo mucha más gente a por comida que antes. Antes aquí prácticamente solo venían personas sin hogar. Pero desde que empezó lo del coronavirus, vienen muchas, muchísimas familias», nos cuenta Petri, una de las voluntarias que distribuyen alimentos en el comedor social de Ave María.
Atención personal
Sentado detrás de una mesa y junto a una botella de gel desinfectante para manos, el padre Gonzalo recibe cada día en la parroquia de San Juan de Dios a alrededor de 30 nuevas personas que acuden allí pidiéndole alimentos.
Les atiende uno a uno, escucha la historia de cada uno de ellos, les pregunta por sus circunstancias personales…
¿Cuántos sois entonces en tu casa, Araceli?
-Somos ocho, padre. Yo trabajaba cuidando de una persona mayor, pero cuando comenzó la epidemia de coronavirus me dijeron que dejara de ir. Mi hija Tatiana trabajaba en un bar, y le venció el contrato y no se lo renovaron. Mi hija Alejandra trabajaba como empleada doméstica, y también se quedó sin empleo. El único sueldo que ahora entra en casa es de mi marido, Miguel, y a él le han reducido la jornada de 8 a 4 horas, así que en lugar de 1.200 euros (US$1.310) al mes está ganando la mitad: 600 euros (US$655). Y solo de alquiler pagamos 770 euros (US$840) mensuales.
Joaquín, un miembro de Cáritas -la organización oficial de la Iglesia católica para la caridad- va tomando nota de todos los datos.
Al final, Araceli sale de allí con tres docenas de huevos, ocho botellas de leche, varios paquetes de pasta, aceite, arroz… Y con una buena dosis de humanidad y del calor que le ha regalado el padre Gonzalo, quien la despide diciendo: «Ven el jueves que viene con dos carros y cuatro manos, porque los alimentos que te vas a llevar van a ser muchos y pesan».
Historias espeluznantes
La de San Juan de Dios es la parroquia de Madrid que más comida distribuye entre quienes la necesitan: unas 70 toneladas al mes. Hasta hace dos meses aquí daban alimentos a 450 familias al mes. Ahora ya son 650.
«Lo más difícil es gestionar la impotencia, la impotencia de no poder ayudar a todos. Yo tengo aquí mucha comida, pero tengo que dársela a quien realmente la necesita. Y discernir es difícil», nos cuenta el padre Gonzalo.
Entre cinco y ocho horas dedica al día este sacerdote a atender a todos los que llaman a las puertas de su parroquia pidiendo desesperados comida. Y, a diario, le toca escuchar historias espeluznantes.
«El otro día, por ejemplo, llegó un señor desde Orcasitas (un barrio obrero de Madrid). Vino andando, necesitó hacer dos horas caminando para poder llegar hasta aquí. No tenía ni para pagarse el billete del autobús».
Situaciones similares se viven por doquier. En el comedor de la Obra Socio-familiar Álvaro del Portillo de la parroquia San Ramón Nonato, también en Vallecas, antes se repartían unas 250 comidas diarias. Ahora, muchas más.
El Ayuntamiento de Madrid ha recibido en un mes más de 33.500 peticiones de ayuda, casi las mismas que tuvo a lo largo de todo 2019. Y, como ocurre siempre, los más débiles son los que están pagando un precio mas alto por la crisis económica que ha traído el coronavirus.
«Agua, por favor, solo quiero una botella de agua», le suplica un inmigrante senegalés a Petri a las puertas del comedor de Ave María.
“El ayuntamiento de la ciudad ha cerrado el agua de las fuentes públicas de Madrid desde hace un par de días. La gente sin hogar no puede siquiera saciar su sed”, nos explica.
Como contrapartida, también son muchos los que se están volcando en ayudar a los que se están viendo aplastados por la recesión económica
Es el caso de Luz, una madrileña de 35 años que trabaja en un empresa inmobiliaria y que, afortunadamente, aunque el negocio ha estado parado, sigue cobrando su sueldo íntegro.
«Me enteré de la labor que hace el padre Gonzalo y le llamé para ofrecerme como voluntaria. Me dijo que voluntarios no necesitaba, que lo que necesitaba eran alimentos. Así que todas las semanas, entre mis hermanas, mi madre y yo, hacemos una compra en un supermercado de unos 200-300 euros (US$220-325) y la traemos aquí».
“El hambre no es lo peor. Lo peor es el miedo que veo en la gente. Y el miedo muerde muchas más veces al día que el hambre”, concluye el padre Gonzalo.