El 18 de octubre quedará grabado en el inconsciente colectivo como el día en que se jodió Chile. Sin embargo, quizá este día no fue más que el fruto podrido de un proceso de descomposición ética y cultural que se venía incubando de manera larvada hace décadas.
Quizá la crisis comenzó cuando se perdió la autoridad, o sea, cuando los hijos les perdieron el respeto a sus padres, ya sea, porque estos progenitores nunca estaban en casa o porque tuvieron que convertirse en “amigos” de sus hijos; hijos educados sin contención y sin disciplina.
Se perdió la autoridad cuando los profesores en los colegios dejaron de ser maestros y pasaron a ser meros facilitadores de contenidos o de experiencias significativas, y en la universidad, de académicos pasaron a ser empleados.
Se perdiò la ètica cuando los polìticos se olvidaron de las causas sociales y se dedicaron a realizar negocios desde sus posiciones privilegiadas. Cuando pseudo izquierdistas y derechistas recalcitrantes se mezclaron en turbios negocios tapàndose unos a otros.
Se perdió la autoridad cuando para muchos chilenos Carabineros dejó de ser “del débil el protector”. Quizá el estallido social comenzó cuando, además, perdimos la amistad (cívica), es decir, cuando los políticos comenzaron a moverse en la lógica amigo-enemigo; cuando algunos empresarios abusaron de los trabajadores y cuando algunos trabajadores reemplazaron el pacto social por la lucha de clases (encubierta); cuando la violencia comenzó a engendrarse en los corazones; cuando las universidades (con honrosas excepciones) renunciaron a formar buenos ciudadanos y buenas personas, pues ello no es parte del “currículo”; cuando en los colegios se dejó de impartir educación cívica y enseñar el amor a la patria, pues eso no era “progresista”.
A la pérdida de autoridad y de amistad tendríamos que sumar la pérdida de la austeridad. Esa virtud que en algún momento enorgulleció y distinguió a Chile. Durante décadas nos compramos el cuento (muy bien contado, por lo demás) de que la felicidad depende del éxito económico, sumado al poder, convirtiéndose ambos en nuestra carta de presentación. Sin autoridad, sin amistad, sin austeridad, campea la desconfianza, se obstaculiza el diálogo y se desatan nuestros demonios.