Por Ricardo Burgos Orozco
Cuando entré a trabajar a la Secretaría de Educación Pública en la calle de Brasil llevaba mi comida todos los días. Prefería comer en la oficina porque salir a la calle era “enfrentarme” con cientos de personas caminando; me cansaba mucho eso.
Llegaba a la SEP en la mañana desde el sur por la Línea 2 del Metro, me bajaba en la estación Zócalo. A esa hora, nueve de la mañana, venían muy llenos los trenes. Tenía que soportar un intenso calor humano, yo siempre de traje y corbata.
A la salida, observaba la plancha majestuosa, la bandera monumental, a un lado la Catedral Metropolitana — a esa hora ya tenía visitantes –, a lo lejos Palacio Nacional, el Antiguo Palacio del Ayuntamiento — en donde no faltaban casi nunca los manifestantes —, los arcos donde están los negocios de venta y compra de oro y otras joyas.
Después caminaba por la calle de Brasil, esquivando gente que iba y venía. Casi todos los negocios de la zona abren a las diez de la mañana y temprano había menos gente. Desde la calle de Guatemala, paralela al Zócalo, no faltaban quienes ofrecían calladamente facturas apócrifas y otros trabajos de imprenta.
Frente a la SEP, paradójicamente, está la famosa Plaza de Santo Domingo, a la que muchos llaman con morbo “la universidad de Santo Domingo” porque ahí y en los alrededores se encuentran los negocios donde te pueden imprimir títulos falsos de todos los niveles escolares, tan bien hechos que parecen reales, me cuentan.
Conforme pasó el tiempo me fui acostumbrando al centro, a su bullicio y gentío. Ya no llevaba de comer, ya tenía comederos favoritos y me encantaba salir a caminar esquivando personas. Muchas veces comí en el histórico Sanborn’s de Los Azulejos. A las nueve o diez de la noche regresaba a casa por Allende o había ocasiones en que caminaba hasta Bellas Artes. Me gustaba escuchar la música de los organilleros a todas horas.
La crisis sanitaria que vivimos ha cambiado radicalmente la situación en el centro histórico de la Ciudad de México. Hay mucho silencio, no hay organilleros, casi todo está cerrado. Extrañamente permanece abierto un puesto de fotografías de personajes famosos frente a la Catedral Metropolitana.
Las puertas del legendario Nacional Monte de Piedad — en Brasil y 5 de Mayo — están cerradas, pero alrededor del inmueble persisten los llamados “coyotes”, que cuando pasas preguntan ¿Qué compra? ¿Qué vende? Deben tener mucha clientela en esta época de desempleo y crisis económica.
El Templo Mayor está cerrado. Frente a la entrada hay un módulo de orientación turística que tampoco está abierto. Cruzando se encuentra la calle de Moneda o del Arzobispado, al costado de Palacio Nacional, donde seguramente en la madrugada hay mucho movimiento porque por ahí ingresan los reporteros a la conferencia diaria del presidente. También en ese mismo sitio se presentan los inconformes y peticionarios. Al mediodía observé solitaria la zona.
La estación Allende está cerrada y en los alrededores unos cuantos promotores ofrecen — sin muchas ganas y sin clientes — anteojos y armazones a bajo costo en los negocios de ópticas y talleres optometristas que proliferan en Tacuba, por ahora con las cortinas abajo, pero trabajando subrepticiamente. La calle peatonal Madero está vacía y bloqueada con cintas amarillas. Igual 16 de Septiembre.
¡El centro está muy solo! Le comenté a un trabajador de limpieza al bajar al andén en la estación Zócalo ¡Esta soledad va a ser pasajera! ¡Ya verá! Me contestó.