El contexto social, económico y político configura características concretas sobre el vivir y percibir lo joven. En paralelo, la sociedad elabora imágenes de sus jóvenes, buscando explicarse lo que ellos y ellas viven, hacen, piensan, sienten o dejan de vivir, hacer, pensar y sentir, estableciendo modelos normativos y culturales que buscan homologar conductas y por lo tanto, predecir futuros.
Existen diversas tendencias epistemológicas en el estudio de la juventud. Dentro de las tendencias más comunes están: entenderla como etapa de riesgo social asociada a conductas delictivas y la juventud como una fuerza de resistencia y potencial transformador.
Esas tendencias no son inocuas, pues sin duda esconden tras de sí un sello desde la adultez, que construye un sujeto juvenil conveniente a su interés. La primera de ellas estigmatiza al sujeto incompleto, disruptivo y delictivo, que por tanto hay que castigarlo, lo que influye directamente en los índices de victimización de la población y genera la noción de juventud negativa. La segunda tendencia establece que el ser joven se asocia a transformación, a cambios relacionados a su interacción social, a su potencial de resistencia y creación.
Asociado a este discurso se endosa al joven una serie de responsabilidades de manera arbitraria bajo consignas como “los jóvenes son nuestro futuro, nuestros salvadores” esperando así que sean, esas futuras generaciones, las encargadas de enmendar los errores cometidos en el presente por los adultos, como por ejemplo, la crisis ambiental derivada del cambio climático.
No es justo dejar sólo en manos en las juventudes el cambio social y el cuidado y reparación del actual daño del planeta como la escases de agua, ríos y mares infestados de plástico, y las consecuencias del calentamiento de la tierra y los desastres naturales, son un tema que nos compete a todos como habitantes de este planeta, nuestro único hogar.